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¿CÓMO CONTAR UNA HISTORIA DESDE UN ILLO TEMPORE HASTA UNA NUEVA FUNDATIO?

Notación acerca de una raíz:

Supondremos que no es procedente profundizar aquí respecto de la prehistoria acontecida en el Campus Lo Contador (UC), entre alumnos de las carreras proyectivas de arquitectura, diseño y arte, que crearon en el lugar de destino de la burguesía, esteticista y hedonista por excelencia, una atrevida adaptación de la entonces ola extranjerizante de los café-concert, fundando Caja Negra, una versión lúcida de espectáculo público, que desplegaba una notable creatividad y sentido lúdico en los precisos instantes del redespertar del campo simbólico colectivo, sin parangón en su tiempo, período hasta entonces todavía dominado genéricamente por las acciones testimoniales propias de la ACU (la Agrupación Cultural Universitaria, de fuerte seño partidista contestatario) y su particular sentido patético del compromiso social, expresado en el fenómeno fatigante de las peñas.
Una vez egresados, los mencionados arrendaron y arreglaron la vieja casona de Ñuñoa, de Avda. Irarrázaval 2345, nada menos que en el año de la justificadamente bautizada Revolución Simbólica de 1983, para establecer allí los Talleres Caja Negra, donde trabajar en sus propios proyectos profesionales y, a la vez, proseguir vigentes en la senda de sus eventos públicos.
Resulta distintivo que en la Teoría de Sistemas se haya bautizado “caja negra” a aquel núcleo donde opera una dinámica inexcrutable al observador externo, por la que la suma de los insumos ingresados en una etapa del proceso no da cuenta cabal del producto resultante, dentro de una cadena lógica de transformaciones. Lo que se oculta allí parapetado, entonces, es el acontecimiento injustificable de la creatividad, la presentificación de la “escalera súbita” por la que un autor es capaz de ascender a una nueva plataforma y divisar desde allí horizontes de resolución más complejos y abarcadores. Caja Negra se vuelve, entonces, en cuanto nombre, una parodia certera a la dirección de una Facultad universitaria que se ha preciado tradicionalmente de su inflexible racionalismo.

Punto de inflexión como partida de una historia:

En Marzo del año 1984, la fundación de la revista El Espíritu de la Época (a la sazón, bajo los efectos del Artículo 24 Transitorio) tuvo un papel capital en la conversión de la estricta locabilidad de los Talleres, en un Proyecto de desbordamiento territorial y a la vez de póiesis cultural. Aunque, cierto, estábamos aún y por largo tiempo cautivos de una filosofía del sujeto de carácter humanista, que a la distancia pareciera impensable. (Dicho sea de paso, es que agrupado en la labor editorial se destiló y constituyó el núcleo que acabaría por dirigir el Proyecto en la pluralidad de sus acciones, y que aún hoy se proyecta en el último director que queda vigente, el que intenta relatar esta historia.)
Historiográficamente, es imprescindible dejar establecido que “la reestructuración violenta del capitalismo” (según expresión de nuestro amigo, Presidente de FEUC-V durante la Reforma de 1967 y sociólogo, Sergio Spoerer) expresada popularmente como Golpe Militar, nos alcanzó entre la preadolescencia y la adolescencia, lo que implica que si hayamos tenido posiciones o realizado acciones durante el período político previo o no, por lo que se espera de la edad, no tuvimos la oportunidad de tomar el conflicto de 1973 por las astas, es decir en cuanto partícipes de la sociedad desde roles vocacionales específicos y rendimientos operativos propios. Tampoco pudimos dimensionar la envergadura de la desgracia con una medida genérica, a menos que hayásemos sido afectados al interior de nuestras familias, en el sentido ampliado de esta última noción (por la célebre cadena de terror, persecusiones, allanamientos, arrestos, torturas, fusilamientos, inhumaciones secretas, exilios; y por la contracadena del clandestinaje, el peligro inminente y el riesgo extensivo). Por lo común, lo único que estuvo al alcance de nuestros cuerpos era la restricción absoluta de la vida civil, el desmantelamiento institucional y el mandato histérico de los interventores, con la omnipresente orquesta de fondo y la parafernalia escenográfica de un nacionalismo ensañado.
Como se sabe, gran parte de los hechos pasaron por cuentos calumniosos para una importante parte de la ciudadanía, hasta la apertura de la prensa recién en el año 1981, cuando la burguesía del país quedó progresivamente estupefacta y en vilo al verse obligada a atar los cabos sueltos de un vocerío que denunciaba genocidio, maniobras macabras, atropellos constantes al derecho y brutalidad organizada, pero, claro, luego de sancionada ya la Constitución de 1980, consagrando con ello la imposibilidad de desdecir el error histórico de haber confirmado la garantía de saturación de esta cirugía atroz y unilateral, proyectándose en las más nefastas y actuales consecuencias. A propósito de todo lo anterior, y sólo en este sentido, es que hablamos en una editorial de 1985, de un rasgo generacional, por mal que algunos así les pesase. Pues nos tocó compartir una voluntad crítica interrupta, una discontinuidad en el ser interno de la comunidad, la participación en una posta de relevos donde no encontramos a quién nos entregara el cuidado de la historia en su sentido pleno, con sus flujos y reflujos. No recibimos la energización de un movimiento traspasado de un cuerpo a otro cuerpo, sino un sentido de huerfanía constituida por los ecos espectrales de presencias dramáticamente ausentadas, desde donde todo lo próximo y lo lejano parecían estar a la misma inalcanzable distancia. La misma modernidad nos parecía antiquísima y tuvimos que volver a las fuentes hipotéticamente extratemporales para echar a andar la animación de un presente que nos acogiera a nosotros mismos y a la heredad que brotara de nuestro desplazamiento. De hecho en la reformulación progresiva de Caja Negra iniciada en 1984 nos unió la polémica en torno a la necesidad de pensar nuestras propias carencias, pero no si no a través de esas mismas propias carencias, precisamente a través del rendimiento del no-saber, y lejos de los amparos hipotecantes clásicos de la época, a saber la iglesia, los partidos políticos y las instituciones académicas, los que se ofrecían, al fin y al cabo, como amparos falaces. Lo falaz estaba en su extrañeza con el pulso real y autónomo de los gestos historizantes de abrir un mundo. Desconocido el pulso de la calle, si es que no intentado ser absorbido instrumentalmente.
Aunque pertenecientes todos a un nicho de posición política, y en la desenvoltura de nuestras diversidades contextuales, la verdad es que nuestra auténtica subversión, en tanto colectivo, fue privilegiar siempre lo genuino frente a lo impostado. Lo originario frente a lo derivado.
Aunque al decir “generacional” no se nos escapa el hecho cierto de que las generaciones se suceden a su vez traslapadas y, en tanto se constituyen en un espacio de fluctuaciones en el que se escenifica una motivación determinada, hay quienes no participan de la relación entre las fechas sino que se identifican mejor con la pertenencia al sostenimiento de conversaciones específicas, anteriores o posteriores a su punto de arrojo en la historia. Por lo demás, estamos aludiendo a paridades contextuales que generan sellos, y lazos de sellos, que nunca pueden hacerse extensibles a toda una camada social.
Al menos nosotros nos hicimos inventores de una autoformación, incómodamente híbridos entre lo clásico y lo trasgresor, desconfiados del poder expresado en todas las dimensiones del hacer y del conocer. Aunque presenciando a la vez, de reojos, los fogonazos de un hacer y un conocer oblicuos, de otros, cuya a veces pequeña distancia generacional, en este caso precedente, los dejaba al otro lado del interruptus, que los hizo hacer mirada, discurso y obra, más allá de lo que nos estaba reservado apreciar y que pudiéramos siquiera imaginar, por simple efecto de antecesión (pensemos en Guillermo Núñez, en las primeras propuestas de Brugnoli y de Eugenio Dittborn, en Catalina Parra, y demases).

La evidencia de los sucesos creativos del país, así, se nos tiende a disipar, a unos más que a otros, más atrás de fines de la década de los ‘70 (digamos, incluso, de las primeras acciones del CADA), especialmente porque sus protagonistas tendieron naturalmente a dialogar a través de sus obras con la decadencia de la segunda modernidad, y visiblemente con la escena neovanguardista europea comenzada alrededor de 1960, tanto en las artes como en las ciencias sociales, y de la cual no se puede decir que allá se truncara jamás hasta su reelaboración en las décadas siguientes. Escena internacional que fertilizó una tradición propia en el Chile del pre-Golpe desnaturalizándose luego a la medida peculiar de nuestras dolorosas circunstancias (las marcas autoinflingidas en el cuerpo; el lavado de los prostíbulos; la constricción de los movimientos de la corporalidad bajo soportes de rigidización; el registro de las zonas más desleídas del esplendor patético de los submundos; la configuración de la cruz en las señas del camino; etcétera).
Ahora bien, volviendo del contexto al texto de nuestra irrupción fijada como programa cultural en el año 1984, tampoco resulta ser éste el lugar indicado para enumerar ni detallar técnicamente las acciones impulsadas por el Proyecto Caja Negra, y las manifestaciones acontecidas por obra de él. Por lo demás, no hay registros suficientes. Apenas recuerdos de los últimos café-concert, de nuestros lazos con las revistas Noreste y Krítica y la celebración de los diez años de esta última, los diez números de la revista El Espíritu de la Época, los seis libros de la colección de poesía Serie Fin de Siglo, el aporte al libro El Cofre de Eugenia Prado, la exposición plástica colectiva al aire libre Campos Marciales, los primeros recitales de Santiago del Nuevo Extremo, de Fulano, de Electrodomésticos y de la Hebra, las performances de Juan Carlos Montes de Oca y Elizabeth Schröder, el seminario de editores jóvenes, la sociedad con El Galpón Garage Matucana 19, la charla de Nemesio Antúnez, el lanzamiento de la última obra en vida de Enrique Lihn y su posterior réquiem, las funciones de la obra La Manzana de Adán de Alfredo Castro, las presentaciones del colectivo La Troppa, la obra del grupo Equilibrio Precario, la instalación laberíntica multisensorial basada en el texto Altazor de Huidobro, el envío de una muestra visual a la UC de Valparaíso, las reuniones de discusión generacional de los martes y las de discusión política de los sábados, las tocatas de Los Tres y de Ángel Parra, las investigaciones en diseño de tecnologías alternativas, el amparo a grupos autónomos como la agrupación pacifista de derechos humanos Secundarios por la Vida, las muestras de vídeos, las fiestas expurgatorias y, en fin, tanto acontecimiento en el transcurso de catorce años. Sin contar con las iniciativas determinadas de los cinco directores en su amplio espectro de despliegues particulares

Mas estos hechos no comparecen aquí como un curriculum ni están dispuestos en un orden estrictamente diacrónico. Sólo son marcas fuertes en la memoria. Porque fueron demasiados y notables las personas involucradas en la creación y la producción, y millares los asistentes que se albergaron en esos años complejos bajo esta arquitectura desde todo punto de vista polisémica. Aún menos es posible dar noticias verdaderas de cuántos y quiénes habitaron sucesivamente estos Talleres, en la abocación a sus oficios. Tal es el horizonte transversal de ese pasado, que iría desde el luthier al filósofo, desde el artista visual al esteta, desde el poeta al diseñador gráfico, desde el dramaturgo al músico, desde el arquitecto al editor, desde el orfebre al videísta, desde el productor al sociólogo, desde el vestuarista al historiador, desde el fotógrafo al ceramista, desde el político al diseñador industrial.
Toda la escena de los años ochenta, empero, en propiedad pauteada por la autogestión de una cultura autónoma, sucumbió paradógicamente (¿lo es tanto así?) en las vísperas de la Transición. No como creen algunos por falta de una adversidad localizada, sino más bien por haberse dado por descontada la autoconstitución de una polis desdramatizada, dejando de lado que pudiera prosperar sin la problematización de lo real y sin los gestos espaciadores de la póiesis. Toda una generación de autores de la más diversa índole fue retraída a la intimidad.
Un mordaz reportaje de El Mercurio de esos años, nos nombró especialmente como un caso de naufragio, por más que le esclarecimos al joven periodista que cambiábamos sólo de vector para recogernos en un haz de acción que prosperó y maduró a la luz de los años siguientes (la evidencia de estos últimos años), sin pausa alguna, sin vacilación. Si hasta entonces nuestra operatoria pudo ser vista bajo el lema que le dió título a una importante Bienal de Arquitectura: el Hacer Ciudad, a través de la constitución de redes problemáticas y la diseminación del poder donde el centro mismo del sistema dejaba su localización para desplazarse a cada nudo en particular de las redes entrecruzadas; nuestro siguiente curso programático fue, por lo tanto, dejar de ser una oferta ciudadana en términos de espacio “a la calle”, cerramos puertas y concentramos los esfuerzos en estabilizar una faena de investigación artístico-experimental, volcada hacia el interior de los procesos creativos. La ciudad, finalmente, se había constituido, a pesar de evolucionar a partir de genes portadores de cromosomas morbosos. Definitivamente no era la ciudad por la que nos habíamos dinamizado.
Los fondos de cooperación internacional giraron en sus políticas, en el cambio de década, previendo que las actividades de las organizaciones no gubernamentales serían suficientemente absorbidas por la entrante acción gubernamental democrática, y entre otras cosas decidieron traspasar sus inversiones en cultura a las urgencias de la educación popular y la ecología. Craso error, en verdad, de la mirada del primer mundo, que no pudo prever la continuidad entre la dictadura autoritaria y la dictadura democrática. El régimen de los fondos fiscales concursables, a modo de ejemplo, ha promovido tremendos pliegues de especulación e individualismo en la estructura de participación de los creadores al interior de su comunidad, por más de bolsones de corrupción política y cultural en lo público, que le han hecho dar un amargo traspié al pensamiento crítico y a las obras experimentales de largo aliento, hoy monopolizados sólo por unos tantos cuantos. El ímpetu desarrollista le exige hoy al creador competir en los escenarios de la venta, el concurso y el espectáculo. Nosotros guardamos distancia y vigilia.
¿Harán seis años ya (quizás apenas algo menos) desde que se ha ido formando un cuerpo estable de artistas visuales, bajo la marca tutelar de Talleres Caja Negra y del presentimiento de una historia, entre los cuales y la dirección de este Proyecto se ha establecido a la vez un pacto y un hechizo mutuo en torno a un modo de enfrentar al trabajo? Y aún este cuerpo estable circunstancialmente no son todos sus habitantes. Cabe notar sí el suceder de las generaciones, hoy por hoy menos cultas si pudiéramos decirlo así, más específicas, más gremiales, menos políticas, más agudas también en lo propio.

Esta exposición en el Museo de Arte Contemporáneo, bajo la actual dirección de Francisco Brugnoli, viene un poco a ser el epílogo de estos Talleres, pues estamos en trance de la formación de la primera entidad jurídica que hemos decidido poseer, la Corporación Cultural de Investigaciones de Arte Caja Negra, a la que habrá que abrirle el paso fundacional el año venidero. Esta nueva configuración reúne, en cambio, a profesionales de las artes, las humanidades y las ciencias sociales, tanto extraídos de los Talleres como convocados de entre nuestro generoso entorno. La práctica de la teoría y la producción artística, tanto así como las gestiones de financiamiento, se reunirán en lo que hemos intentado definir como un laboratorio (majaderamente nos quisimos siempre distanciar de la noción de taller o fábrica de productos clausurados y dispuestos a su mercantilización), abierto a la exploración de las posibilidades de crear, en el Chile de hoy y de mañana, al interior de los insterticios procesuales del arte en la historicidad de su destinación como obra.

Fernando van de Wyngard,
Director Honorario de Caja Negra Artes Visuales
(Poeta y filósofo)
Santiago, Octubre de 1998.